Om Redburn:
¿Wellington, ya que tienes intención de embarcarte, ¿por qué no te llevas mi chaqueta de caza?; es justo lo que necesitas¿ Llévatela, te ahorrarás tener que comprar una. Ya lo verás, es muy caliente; tiene los faldones largos, duros botones de cuerno y muchos bolsillos. Así, con toda la bondad y sencillez de su corazón, me habló mi hermano mayor la víspera de mi partida hacia el puerto. Y, Wellington ¿añadió¿, ya que ambos andamos cortos de dinero, y te hace falta un equipo, y no tengo nada que darte, puedes llevarte también mi carabina y venderla en Nueva York por lo que te den. No, llévatela, a mí ya no me sirve; no me queda pólvora para cargarla. Por aquel entonces yo no era más que un muchacho. No mucho tiempo antes mi madre se había trasladado desde Nueva York a un agradable pueblo junto al río Hudson, donde vivíamos muy tranquilos en una casita. Varios amargos desengaños en ciertos planes que había proyectado y la necesidad de hacer algo para ganarme la vida, unidos a mi natural disposición aventurera, habían conspirado en mi interior para enviarme al mar como marinero.
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