Om POR UN PIOJO...
Perpleja estaba aquella mañana Pepita Ordóñez sentada en su tocador, con dos cartas, una en cada mano. Dejolas al fin sobre un acerico erizado de alfileres, y, apoyando ambos codos entre la multitud de cachivaches que ocupaban la mesa de un Pompadour algo turquesco, fijó esa mirada sin vista conque la juventud contempla las ilusiones, en la luna del espejo. Allí se reflejaba su carita de muñeca de china, coronada por dos papillotes que levantaban sobre su frente sus cuatro puntitas de papel, como otros tantos erguidos cuernecitos.
Indudable era que Pepita Ordóñez soñaba despierta, paseándose por los floridos jardines que había hecho brotar en su imaginación alguna de aquellas cartas. Era ésta un billetito triangular, de un rojo subidísimo, márgenes negros, letra de mujer en el sobrescrito, de rasgos firmes y elegantes, y un diablito negro por sello, muy primoroso, montado en un velocípedo.
No por esto olía a azufre: apestaba a oppoponax, esencia entonces muy en boga, y bien merecía por todo su aspecto contener la cita de alguna cocotte en el kiosco de Saint-James. Nada de esto contenía sin embargo: las honradas damas españolas acogen con tanto afán las chucherías venidas de Francia, que no se cuidan de inquirir el mayor o menor decoro de su procedencia.
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