Om La Feria de las Vanidades
En la segunda década del siglo actual y en una deliciosa mañana del mes de junio, un espacioso coche familiar que, tirado por un tronco de gordos caballos enjaezados con arneses bruñidos y resplandecientes, avanzaba a una velocidad de cuatro millas por hora, se detuvo junto a la verja de hierro del colegio de señoritas situado en la alameda Chiswick y dirigido por la señorita Pinkerton. Guiaba el carruaje un cochero obeso, de aspecto imponente, ataviado con peluca y sombrero de tres picos. Un lacayo negro que junto al cochero ocupaba un asiento en el pescante, desrizó sus combadas piernas no bien hizo alto el carruaje frente a la dorada plancha de bronce donde campeaba el nombre de la señorita Pinkerton, descendió e hizo sonar la campana. Más de una veintena de encantadoras cabecitas hicieron su aparición en las diferentes ventanas del severo inmueble de ladrillo, más de una veintena de cabecitas curiosas, entre las cuales un observador perspicaz habría podido reconocer la naricita colorada de la bonachona Lucy Pinkerton en persona, que asomaba entre las macetas de geranios que adornaban las ventanas de su cuarto.
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